La curiosidad mató al gato.


Siempre lo mata.
Si la curiosidad termina, el gato que existe se muere, y el que no existe, se esfuma.
El gato está y no está.
Muere y/o no muere.
No me agradan ninguno de los dos caminos.
No quiero matar al gato. El gato ya está muerto.
No quiero saber porque ya sé.
Ya sé que el gato está muerto.
Y si no está muerto, no está. No estaba. Nunca.
La vida se la dio mi cerebro en el momento en que pensé que existía esa probabilidad.
Pero el gato siempre estuvo muerto.
El gato es un hijo de puta.
El gato, muerto, me hacía creer que estaba vivo. Todo el tiempo.
De día, de noche.
Comportándose como un ser viviente. Le creí.
Estaba muerto, lo maté yo antes de querer matar a la curiosidad.


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